La
cruz que cada uno recibe, tiene sentido y el Señor la preparado bien para cada
uno de nosotros.
Una
vez una persona buscaba al Señor. Le habían comentado de una invitación que
hacía a todos para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una
morada para cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del
Señor. ¿Por qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a
ser uno de ellos?
Averiguando
acerca del paradero, se enteró de que el Señor se había ido monte adentro con
un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus amigos, lo que necesitaría
para el viaje y se largó a campearlo. Los golpes del hacha lo fueron guiando
hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de acercarse al lugar de donde
provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró con el mismísimo Señor que
estaba preparando las cruces para cada uno de sus amigos, antes de partir hacia
su casa, a fin de disponer un lugar para cada uno.
-Estoy
preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que tendrán que cargar para
seguirme y así poder entrar en mi Reino.
-
¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar el muchacho-
-
¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando que me pidieras. Si
quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz y seguir mis
huellas. Porque yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.
-
¿Cuál es mi cruz, Señor? -Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo
que los obstáculos no te detenían, me puse a preparártela especialmente y con
cariño para ti.
La
verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba prácticamente de dos
troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación ni arreglos. Las ramas
de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia arriba, por lo que
sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera dura, bastante
pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó que el Señor no
se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería realmente entrar
en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando el largo
camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda cruz.
Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en estas
ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda Dios,
acude el diablo.
Desde
atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto en camino.
-
¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia atrás y vio al
diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en la mano para
entregársela.
-Pero
¿cómo? ¿También tengo que llevarme el hacha? - preguntó molesto el muchacho.
-No
sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es conveniente que te la
lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás, sería una lástima
dejar abandonada un hacha tan linda.
La
propuesta le pareció tan razonable, que, sin pensar demasiado, tomó el hacha y
reanudó su camino. Duro camino, por varias cosas. Primero, y, sobre todo, por
la soledad. Él creía que lo haría con la visible compañía del Maestro. Pero
resulta que se había ido, dejando sólo sus huellas.
Siempre
la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia que más duele en este camino
es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así como si nos hubiera
abandonado.
El
camino también era duro por otros motivos. En realidad, no había camino.
Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel invierno y la cruz
era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de terminación. Parecía como
que las salientes se empeñaran en engancharse por todas partes a fin de
retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle más doloroso el camino.
Una
noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo a descansar en un
descampado.
Depositó
la cruz en el suelo, a la vez que tomó conciencia de la utilidad que podría
brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que lo seguía a escondidas- ayudó un poco
arrimándole la idea mediante el brillo del instrumento.
Lo
cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con calma y despacito le fue
quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo aquellos muñones de ramas
mal cortadas, que tantos disgustos le estaban proporcionando en el camino. Y
consiguió dos cosas.
Primero,
mejorar el madero. Y segundo, se agenció de un montoncito de leña que le vino
como mandado a pedir para prepararse una hoguera con el que calentar sus manos
ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.
A
la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su cruz fue mejorada,
pulida por el trabajo que en ella iba realizando.
Mientras
su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía también tener la madera
necesaria para hacer fuego cada noche.
Casi
se sintió agradecido al demonio porque le había hecho traerse el hacha consigo.
Después
de todo había sido una suerte contar con aquel instrumento que le permitía el
trabajo sobre su cruz.
Estaba
satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño orgullo por su obra de arte.
La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso mucho menor. Bien pulida,
brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al cargarla sobre sus
hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a poder levantarla con
una sola mano como un estandarte para así identificarse ante los demás como
seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría llegar a acondicionarla
hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz colgada de una cadenita al
cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría de Dios y testimonio ante
los demás.
Y
de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque para cuando llegó a
las murallas del Reino, se dio cuenta de que, gracias a su trabajo, estaba
descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que ciertamente
quedaría como recuerdo en la Casa del Padre. Pero no todo fue tan sencillo.
Resulta que la puerta de entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la
muralla. Se trataba de una puerta estrecha, abierta casi como ventana a una
altura imposible de alcanzar.
Llamó
a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le apareció el Señor
invitándolo a entrar.
-Pero,
¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta y no la alcanzo.
-Apoya
la cruz contra la muralla y luego trepa por ella utilizándola como escalera -le
respondió Jesús-. Yo te la dejé a propósito los nudos para que te sirviera.
Además, tiene el tamaño justo para que puedas llegar hasta la entrada.
En
ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la cruz recibida había
tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado bien. Sin embargo,
ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le parecía ahora un juguete
inútil.
Era
muy bonita pero no le servía para entrar. El diablo, astuto como siempre, había
resultado mal consejero y peor amigo.
Pero,
el Señor, es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la buena voluntad del
muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio un consejo y otra
oportunidad.
-Vuelve
sobre tus pasos. Seguramente en el camino encontrarás a alguno que ya no puede
más, y ha quedado aplastado bajo su cruz. Ayúdale tú a traerla. De esta manera
tú le posibilitarás que logre hacer su camino y llegue. Y él te ayudará a ti, a
que puedas entrar….
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Fuente: Catholic.net
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